La muleta siempre puesta

El cielo entoldado de nubes negras se oscurecía como las ilusiones. Las esperanzas se arrastraban una tras otra como los toros. Hasta que saltó al albero Bilanero con el hierro de Moisés Fraile. Para completar la corpulenta corrida de El Pilar.

Otras hechuras. Fría la salida, pero vio caballo y atacó según apareció por la puerta de cuadrillas. Como un rayo. Se centraría desde entonces con un objetivo: embestir con bravura.

David Mora por chicuelinas en el quite; Daniel Luque por delantales. Dos medias verónicas con distinto sello. 

Bilanero se empleó en las toreras dobladas del principio de faena; la curvatura completa. Genuflexo Mora, de elegante azul marino y oro. Descubierto el manantial, le ofreció su acodada derecha. Excelsos el trepidante ritmo del toro, que fue el de la faena, la manera de estirarse, el estilo de viajar.

La muleta siempre puesta; la ligazón y la raza exigiendo al corazón. Enorme la vibración, sensacional la pasión, el torrente de embestidas.

La música como banda sonora por debajo del rugido de la Maestranza. Como un murmullo que revivía en el silencio entre tandas. La media distancia concedida y la izquierda dispuesta. Bilanero la perseguía con el punto magnífico de abrirse y regresar y otro más de repetición. Para reventarlo por abajo. En un tris, la ventana abierta. Surgió el volteretón.

Los toros bravos no perdonan el menor fallo. Un fallo en un torero que ayer hacía por superar sus vicios y correr la mano. Del vuelo aterrizó Mora sobre el lomo. De ahí la sangre. Por el cuello de la camisa, el corbatín, el mentón. Por la pechera que tan encima de los toros vuelca el toledano. El Cid se acercó raudo para interesarse si estaba bien.

Sería para eso, con el capote olvidado entre barreras... Tristán no cesó el pasodoble. De todo se aprende, ¿verdad? 

Sonaba el reloj de la despedida, y David Mora barnizó de sabor los doblones. Incluso ahora el fondo de Bilanero se antojaba inacabable. Como los pozos y yacimientos de Vaca Muerta. Se perfiló el de Toledo con el acero de la tierra y no falló.

Agarró la estocada en sitio infalible. La alegría se dibujó en su rostro. La pañolada se desató como una sola voz. La oreja cayó con inapelable verdad; la ovación en el arrastre para Bilanero con el mismo rigor.

Juanma Lamet, compañero sevillano de Expansión, se preguntaba por qué no se había pedido la vuelta al ruedo para el toro mientras yo me cuestionaba qué había faltado para la segunda oreja, para reventar aquello. Quizá la respuesta para los dos, querido Juanma, se halle en el último verbo de la anterior oración. Pero qué vibrante historia, porque Bilanero no regaló nada.

Y le ha echado un pulso fuerte en la libreta del periodista a Pecador de Fuente Ymbro. Bello duelo cuando hay motivos para discutir, para apostillar los flecos de clase del jandilla de Gallardo o el combustible inagotable del lisardo de Moisés. El podio se compone de tres cajones, pero el más alto es el que cuenta y vale. Como en Los Inmortales, sólo puede quedar uno. 

A David Mora le hacía mucha falta este triunfo. Sin suerte, y a veces lo que no es suerte, en Valencia y Madrid. Ayer se mentalizó para pulir amaneramientos, como ya se intuyó con el anterior de su lote, un toro blandito pero de buena actitud. Un capotazo canalla en la lidia lo había tumbado de costado. Cada vez que el espejismo de la remontada se proyectaba como un holograma, el toro que pedía tacto perdía las manos en el penúltimo pase cada tanda. 

Daniel Luque se quedó en el umbral del éxito para no haberse marchado de vacío de la feria. Ante el grandote y noblón sexto, se centró al natural de mitad de faena en adelante. La izquierda tardía dio con el quid de la cosa. Las trincherillas brotaron hermosas. Aún había tiempo.

Pero no tanto como se tomó Luque. El aviso chirrió cuando todavía seguía toreando. Luego, pagó el peaje del metraje para cuadrar al toro y... El acaballado tercero no le había dado opciones con su nula capacidad para humillar. Tal cual era, embestió. Los esbozos a la verónica revolotearon sin cuajar. 

Lastimosamente, todas las actuales carencias de El Cid se las sacó a la luz pública el pegajoso y andarín cuarto. Un quinario. Se acordaría, o no, del toro que estrenó la tarde, que al menos le daría tregua y nobles embestidas, sólo por la mano derecha, lo que duró.

Manuel Jesús volvió a hacer de los pases de pecho su mejor argumentario, insostenible cuando no se da el paso adelante. Se suma a la nómina de toreros que en tres tardes han dejado de recuerdo el aire. 

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