Historia que te dará que pensar

Alfonso Guerra González dobló El País, lo puso encima de una pila de dossiers y carpetillas de asuntos de Gobierno. Se acodó sobre la mesa de despacho. Lentamente, se quitó las gafas. Con el índice y el pulgar de la mano izquierda hurgó en sus secos lacrimales y le dió un intenso masajillo al «puente» de la nariz... No pensaba nada. 

Y lo pensaba todo. La frase que le venía a los labios era áspera y amarga: «También estos han entrado... No han podido, o no han querido, quedarse al margen... iYa están todos en la grasa! ¿Grasa? iUn chaparrón de mierda!». Finalizaba enero. Los ataques en prensa y radio arreciaban. El sabía, tenía información de «confidentes muy de fiar», que tal y cual periódicos iban a seguir sacándole «la manteca» al asunto de su hermano Juan. Se había pertrechado moralmente, dispuesto a «aguantar, como un estoico, la lluvia de mierda». Felipe, dos o tres días antes, le había comentado con tono senequista, entre paciente y resignado: «iYa escampará!». Pero no esperaba, ¿cómo iba a esperarlo?, que El País entrase también en el juego. 

Giró el sillón de alto respaldo hacia la izquierda y miró el busto de Machado, enpiedra berroqueña. Lo veía borroso. Volvió a colocarse las gafas. Nada. No se le ocurría nada. Nada que no fuesen las dos palabas terminantes: «Me voy». Cuando, en verano, Felipe González anunció que ésta sería la última vez que se presentaba a unas elecciones generales, y que era razonable abrir un debate para proveer su relevo, Alfonso Guerra, sin perder un momento, declaró en público que, si Felipe se iba, antes o al mismo tiempo él se marchaba también. El tema de la sucesión era como un Guadiana que de tramo en tramo aparecía, se ocultaba, volvía a aparecer... Cuando la «crisis Boyer», julio de 1985, en cierto momento de alta tensión, Alfonso planteó «o Miguel, o yo». Y, a partir de ese instante, Felipe se cerró en banda a la pretensión vicepresidencia) de Boyer.

Más adelante, a raíz del 14-D-88, fecha en la que Felipe tuvo, como quien dice, hechas las maletas, a más de darle ánimos, Alfonso le dejó bien claro que «si tú te vas, yo no me quedo». Fué entonces cuando González llamó a Narcís Serra y le comunicó que, después de pensarlo mucho con la mente fría, había considerado que... «tú eres el más indicado para sucederme al frente del Gobierno». Era una confidencia con radioactividad: desde esa hora, Serra se sintió «delfín», «hombre signado», «sucesor, a la espera». Los motivos de ese señalamiento eran bien consistentes: Narcís Serra había demostrado autoridad, «suaviter et fortiter» al mando de las Fuerzas Armadas... 

Sabía mantener tranquilizado y en orden a ese importante estamento, a ese fuerte y delicado colectivo. Posee una sólida formación de humanidades y de economía. Se conoce al dedillo los entresijos de la política exterior: ha viajado, ha tratado cuestiones de estrategia defensiva con los mandatarios de medio mundo. Como ministro de Defensa, ha sido el gestor y compravendedor de nuestra más importante dotación industrial: la armamentística... Y esa indicación de González a Serra quedó en suspenso, «sine die»... pero también sin un «olvídalo... ya veremos que nos deparan los acontecimientos», o alguna fórmula similar que convirtiese la «heren,ia prometida» en papel mojado. A Serra, y no a Solchaga y no a Solana y no a Almunia, es al único socialista a quien Felipe le ha confiado «el testigo» de «si yo me voy, sigues tú». Y no ha habido retractación. 

Casi un año después, el 5 de noviembre del 89, en una reunión celebrada en Ferraz-70, entre los responsables de la campaña electoral del 29- O, Guerra volvió sobre la cuestión de la marcha anunciada: «Esta ha sido mi última campaña... La próxima vez, yo ya no me encargaré de esto... aunque el futuro responsable está hoy aquí, en esta mesa». En torno a esa mesa se sentaban Guillermo Galeote, Roberto Dorado, Nacho Varela, Teófilo Serrano... Sin dar ocasión a «ruegos y preguntas», o a un directísimo «¡Alfonso, acláranos!», Guerra siguió hablando en registros crípticos: «El PSOE tiene un suelo, un voto fijo de seis millones, que nuestro próximo candidato habrá de mantener... al menos, hasta ese «suelo»... Felipe, en el momento en que volviera para ponerse al frente, recuperaría los otros dos millones». Ninguno de los presentes salió de aquella habitación con la idea de que ese «desenlace» estuviese a la vuelta de la esquina. Pero sí con la clarísima «noticia» de que el candidatosucesor sería un interino... un guardador de la silla de Felipe. O quizás ni eso: un líder de relevo, para «perder» y hacer deseable la vuelta de González.

Alfonso Guerra volvió a leer por encima la información de El País. No era nada del otro jueves. Lo importante, lo que en su fino instinto político encendía las luces rojas de alarma era que el periódico amigo, el periódico que tiene razones y motivos pesopesados para apoyar al Gobierno, se hubiese pasado «al bando de los agresores». Y ese fue el detonante, el avisador del «estado de emergencia». Guerra giró de nuevo sobre el sillón, pero esta vez hacia la derecha. Se encaró a la mesilla auxiliar donde están los ocho teléfonos. Marcó, por línea interior, los dígitos del despacho del presidente del Gobierno: «Presidente... Felipe... en cuanto tú puedas, quiero verte...».

Ya están a solas. Alfonso disimula su estado de atribulada indignación. Expone los hechos escuetamente, pero con contundencia de plomo: «Aquí ya no cabe esconder la cabeza bajo el ala... La realidad no se puede secuestrar, ni enclaustrar por más tiempo... Esto ha subido de nivel... Al afectarme, como vicepresidente, puede crear problemas al Gobierno... Sé que aún hay más artillería guardada y por quemar... Yo me siento en la obligación moral de plantearte...». González frena en seco el descoyuntado discurso de Guerra. «No me plantees nada... No sigas por ahí... No quiero oir lo que me intentas decir». La argumentación de Felipe discurre por una doble senda: ¿Qué ocurre?: «Es una ofensiva de la derecha, pidiendo paso»; y, ¿cómo responder?: «Hay que retomar la iniciativa». Para Felipe, se trata de una campaña «a lo bestia», agitada y orquestada por la derecha. «Y no sólo política...»: «Pero esto no va contra ti, Alfonso... Esto va, por elevación, contra mí, contra el partido, contra el Gobierno... iestos tíos quieren el poder y vienen a por nosotros».

Felipe ve a Alfonso dispuesto a hacer una salida «heroica» del escenario político. Le disuade: «Este Asunto se zanja explicándolo en el foro adecuado, el Parlamento». «¿Y a nuestra gente?». «iPues te montas lo que sea y les das una explicación a los militantes!». Ahí se improvisa la idea del mitin en Sevilla. A los pocos días, 1-F, cuando Alfonso sube las escalerillas hacia la tribuna de oradores, se agolpa en su memoria una escena similar: también Felipe le dejó solo frente al Parlamento, cuando tuvo que subir a explicar lo del «mystére». Guerra hace su inconvincente discurso. Se le ve incómodo y ausente del papel que le ha tocado representar. Felipe, en el escaño azul, oye las intervenciones de la oposición. No hay que ser muy sensitivo para percibir que la atmósfera está sobrecargada de electricidad. «Esto no se ha zanjado. Esto no amaina...». Felipe y Alfonso, aunque sentados juntos, no cruzan ni media palabra. Felipe sabe que, «tal como se han puesto las cosas, Alfonso no sigue...» Sin necesidad de convocar los recuerdos, pondera «dieciocho años de amistad y quince de servicios y sacrificios, por los que Alfonso nunca ha pasado factura». Es demasiada deuda. Hay que pagar. 

Es, entonces, cuando decide encararse a la prensa y decir a los cuatro vientos que Guerra & González son un tandem, dos piezas en una, un destino indisoluble: «Si consiguen que el vicepresidente dimita, yo me iré con él». ¿Cabe decir más? Después, al arrellanarse en el asiento del Mercedes azul diplomático, camino de la Moncloa, pensará con cierto alivio de conciencia: «He pagado... a lo grande». ¿Seguro...? ¿Acaso Felipe hubiera seguido en el Gobierno, sin tener a Alfonso «preparando los guisos en la cocina»?

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