El torero monta en cólera

Si uno repasa con cuidado Fiesta, la película de 1957 de Henry King, ahí aparece Robert Evans como (atentos) Pablo Romero. Torero. Nadie podía imaginar en ese momento que bajo tan curioso aspecto se escondía el hombre llamado a revolucionar Hollywood. La productora Paramount, en manos de la empresa Gulf+Western, pasó en el margen de una década de la más absoluta ruina a convertirse en el espejo donde todo el cine quedó condenado a mirarse.

Por entonces, Evans ya era un actor fracasado y un productor iracundo. Él fue el que tuvo la idea de adaptar una simple historia de amor llamada Love story y él fue el responsable de colocar a un tal Francis Ford Coppola a dirigir una película de gánsteres. De su primera idea, llegó el primer taquillazo de los entonces declinantes estudios que ahora cumplen 100 años; y de la segunda, la más radical transformación que ha visto la industria del cinematógrafo. 

Cualquiera que se haya acercado a la lectura de Moteros tranquilos, toros salvajes, de Peter Biskind, puede reconstruir el carácter caprichoso, violento y, sin duda, genial de un tipo acomplejado que acudía en camilla a las proyecciones de prueba de El padrino y que jamás superó las infidelidades de su mujer, Ali MacGraw, con Steve McQueen. La semilla del diablo, Chinatown, Harold and Maude, Serpico o La conversación son sólo algunas de las otras cintas producidas por él que dibujaron el perfil exacto de una revolución. El chico que conquistó Hollywood, como rezaba el título del documental que narraba su vida, fue, desde el principio, un auténtico torero.

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