Mike Tyson a mordiscos y puñetazos
Se abre el telón y suenan las notas trémulas de Nat King Cole. Iluminada por una lámpara mortecina y sobre una banqueta, se dibuja la silueta rotunda de Mike Tyson, boxeador de leyenda, ex presidiario y actor a tiempo parcial. A priori todo en él es impoluto: los zapatos encerados, el traje a medida y el tatuaje ocular. Y sin embargo esa fina estampa es engañosa porque Tyson está aquí para repasar los episodios más sórdidos de su vida en un monólogo delirante ideado por su tercera esposa y dirigido por el cineasta neoyorquino Spike Lee.
El espectáculo, titulado The Undisputed Truth, permanecerá 12 noches en cartel en el Longacre Theater de Broadway. Las suficientes para propiciar titulares, escarbar en los bolsillos de los incondicionales y pagar las deudas que persiguen al boxeador desde 2003.
«Esto es lo que decidí hacer cuando abandoné las drogas y dejé de ser un cerdo», decía recientemente el propio Tyson, cuyas palabras sobre el escenario lo retratan como una estrella, pero siembran algunas dudas sobre su redención.
El monólogo arranca con el boxeador en una esquina que podría ser la de un cuadrilátero. Pero el teatro enseguida se transforma en una pantalla donde se proyectan imágenes de su partida de nacimiento y del vecindario miserable donde nació. Tyson se crió en Brooklyn y así lo atestiguan los cartelones que Spike Lee ha desperdigado por los muros del teatro y la música del DJ negro, que ameniza la espera antes de que se abra el telón.
«No es mi primera vez en Broadway», rompe el hielo Tyson, «recuerdo que me arrestaron en esta misma calle». La frase arranca las carcajadas del público y el boxeador recuerda que todo era muy distinto: «Ahora este barrio es Disneylandia. Entonces solamente había putas y traficantes». Una frase interrumpida por el grito de un espontáneo: «¡Eso sí que eran buenos tiempos, Mike!». A lo que él responde: «Lo sé porque pasaba muchas noches por aquí y mis amigos me decían que era mejor pagar por alguien que pagar por algo».
El intercambio ofrece una idea aproximada del tono del monólogo, espolvoreado con chistes verdes y tacos irreproducibles y puntuado por tres instantes tristes que recuerdan las muertes de su madre, de su hija y de su hermana Denise. Tyson relata los años como ladronzuelo adolescente en las calles de Brooklyn, su primera pelea callejera y el encuentro con Cus D'Amato, su descubridor. «Recuerdo que quería ser Alí», explica circunspecto. «Veía a los chicos volver del gimnasio con la nariz rota pero con el rostro feliz. Al principio no me cogieron porque decían que era un tipo problemático y tenían razón. Luego, conocí a Cus».
El monólogo destapa el rostro más gamberro de Tyson y acentúa sus dotes como histrión. Imita a sus rivales, se mofa de su primera esposa y se contonea por el escenario en los interludios musicales concebidos por Spike Lee. Sus palabras despiertan a menudo los aplausos del público. Ninguno tan sentido como el que atruena el teatro cuando el boxeador detalla la muerte de su madre. «Nunca le dije que la quería y me habría gustado», confiesa. «Puede que ella lo supiera. La enterramos en un cementerio de New Jersey en un ataúd miserable. Pero en cuanto comencé a ganar dinero suficiente, compré un féretro en condiciones y un panteón de mármol y le di sepultura como merece».
Ni la atmósfera ni el bullicio que se perciben esta noche son los de un teatro de Broadway. La platea es una amalgama de admiradores negros, culturistas blancos y veteranos estridentes. A muchos no les ha importado pagar hasta 200 dólares por sus entradas y otros, unos 300 por una que incluye, además, el derecho a un encuentro personal con el boxeador.
A la entrada del teatro, los productores venden unos guantes rojos de boxeo y un programa con fotos inéditas del campeón. Fuera se dibuja una cola formidable entre cuyos miembros se escurre la figura menuda de Spike Lee, ataviado con una sudadera olímpica y una gorra negra. El cineasta ni siquiera sale al final a saludar. Quizá para no robarle los focos al protagonista o para no colgarse medallas por un espectáculo que Mike Tyson estrenó hace unos meses por su cuenta y riesgo en un hotel de Las Vegas y con el respaldo casi exclusivo de su mujer.
El espectáculo no tiene descanso y Tyson luce un pañuelo lila en la solapa y otro blanco en la mano para limpiar un sudor que empapa su camisa a medida que el reloj avanza y aprieta la temperatura. Habla menos de sus combates que de sus miserias y recuerda con escarnio su primer matrimonio con la actriz negra Robin Givens. «Era un infierno de mujer pero ni siquiera en pleno divorcio dejábamos de follar», proclama. «Quedábamos para ver al abogado antes de la hora para poder follar. Aunque eso terminó cuando la vi en mi coche con Brad El Mierda Pitt. Ese día decidí que se había acabado».
Tyson es implacable con sus enemigos. A su primera suegra la define como ET y muestra una imagen que lo corrobora. Pero los peores insultos son para el legendario promotor Don King, al que acusa de arruinarle cobrándole por toallas «8.000 dólares a la semana».
El boxeador tiene un momento para recordar su condena por violación. Pero no para reconocer que los hechos probados por la sentencia fueran ciertos. «A lo largo de mi vida he humillado a muchas mujeres pero no a ésa», dice en referencia a la modelo que le acusó de forzarla en un hotel de Indianápolis en 1992. Tyson apenas pasó tres años en la cárcel por el delito y enseguida volvió a boxear. Pero su carrera había entrado en un declive inexorable cuyo epílogo se obró en el combate en el que le mordió la oreja a Evander Hollyfield. «Le respeto mucho y le deseo lo mejor», dice Tyson mientras se proyecta sobre el escenario una imagen de los dos.
El monólogo va recobrando al final el tono grave del principio en un fragmento en el que el boxeador recuerda el aldabonazo de la muerte de su hija y hace votos por su redención. «Esta montaña rusa me ha transformado en la persona que soy», exhala el ex boxeador Mike Tyson, mientras se proyectan sucesivamente las instantáneas de las palomas y resuenan los versos del Nature Boy de Nat King Cole: «Había un chico extraño y con encanto. Decían que había volado lejos. Un poco tímido y con ojos tristes, pero muy sabio».
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