Bernhard un grande entre los grandes

Para quien no esté más o menos familiarizado con la obra del autor, o lo lea por primera vez, el acceso a los contenidos profundos de este libro no es sencillo. Se trata, una vez más, de una mirada terriblemente lúcida, muchas veces cruel, sobre la sociedad y el hombre, la vida y la muerte, la historia y la naturaleza; y, una vez más también, de un lenguaje cuya belleza estilística lleva al discurso a unas alturas expresivas que muy pocos escritores alcanzan, quiero decir, sólo los verdaderamente grandes. 

En Thomas Bernhard, lo que dice y la forma en que lo hace tienen la misma importancia. Intención y sonido se contrapesan permanentemente para crear esa fascinación que le ha valido la difusión universal de que goza. El verdadero fondo de su obra es la forma. Durante la lectura, uno puede ir eligiendo entre sonido e intención, saltando de uno a otro. 

Y este libro, como todos los suyos, admite esas lecturas diferentes. Por eso cometen un grave error quienes confunden a este autor con sus temas, que siempre son los mismos. Thomas Bernhard no es ni «patológico», ni «pesimista», ni «amargado», como suele afirmarse superficialmente, de la misma manera que no lo es Kafka. Es simplemente lúcido y dice la verdad con «verosimilitud». 

Y, como dice Borges de Kafka, Thomas Bernhard puede ser parte de la memoria humana. Los «personajes» de este texto son entre otros un profesor, un catedrático, una señorita, un perro, un hostelero, una cantante. Los «hechos» que se narran son fragmentos de la realidad, sin orden aparente ni cronologías claras; como si sucedieran en la ingravidez del espacio; suben y bajan, aparecen y desaparecen, se reiteran, como en la realidad matemática de la música, que es el ingrediente más importante en la obra de Thomas Bernhard. 

Hay una situación madre, que es la presencia más o menos velada de un hospital, y existe también en las proximidades un manicomio cuyos pensionistas se visibilizan brevemente en esta fragmentación de un fragmento del mundo que nos muestra Bernhard. Y todo sucede en las alturas del espacio, sin abajos ni arribas, donde cada personaje es una especie de galaxia, en un escenario caótico donde sólo el discurso es ordenado. 

El lector puede elegir, pues, una de las dos lecturas, la de la intención o la del sonido, o mezclarlas según necesidades. La de la intención, por sí sola, conduce a la angustia bernhardiana; la otra, al puro goce estético de un texto admirablemente traducido por Miguel Sáenz, traductor asimismo de todo lo de Bernhard conocido en español.

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