Bucarest destruido

Lo ha comparado con un intercambio de cromos. Debe recordar Paco Herrera que ellos también llevan cromos de la colección Leguina en la Comunidad de Madrid. Por otra parte, el concejal de Policía Municipal, Carlos López Collado, ha llamado «batasuneros» a quienes no comparten la versión policial en el caso del delincuente muerto a tiros en Pan Bendito. No me gusta, insisto, cómo ha comenzado el curso. Me da la impresión de que unos van a hacer las cosas a su aire y que otros quieren «morir matando», o agotar su última instancia en las instituciones locales haciéndose notar verbalmente. Evidentemente hay sonrisas... y lágrimas; hienas... zorros y chacales; intercambio de cromos... y trileros que nunca se sabe dónde hacen la trampa y con quién juegan... 

Las instituciones; los ciudadanos, nos merecemos algo más de respeto y, sobre todo, bastante más de dedicación a nuestros asuntos, que para eso les pagamos, no para que hagan guasas dialécticas. Y va por todos.

La flojísima producción de la Opera Estatal de Hungría no anima. Vago aire de cartón piedra, o cartón cartón, con una luz impersonal y un coro impávido, producen, al levantarse el telón, la incomodidad de una sospecha: ¿Qué sentido tiene encerrarse aquí, en este teatro incómodo, para ver esto?


Es La Fiamma una ópera poco transitada. A lo largo del primer acto se entiende muy bien por qué: grandilocuencia, efectismo, un melodioso grueso, un énfasis que se asegura pretende alejarse de los brochazos del verismo, pero que de él conserva su trazo chillón, su sentimentalismo, su gusto por el redoble. Llega el primero de los dos descansos interminables. Se produce una huida espontánea hacia el exterior; corre un airecillo fresco; aficionados sensatos intercambian su estupor: ¿Por qué esta ópera cuando hay tantos títulos fundamentales de este siglo que no conocemos aquí? ¿Cómo preferir a Respighi cuando siguen inéditos Britten o Janacek? 

Ya en el segundo acto, lá decepción se suaviza, encuentra consuelo en las voces. «Nadie estuvo genial», pero Pons, Obraztsova, Ordóñez, iban consiguiendo la atención cuando el montaje tópico favorecía el ánimo distraído y la música invitaba a la indiferencia, hasta que, al final, con Silvana postrada en la escalera, era imposible, ante Montserrat Caballé postrada en la escalera, que, en la situación de indigencia operística de esta ciudad tan injustificadamente presumida, era imposible, sí, no pensar que, a pesar de todo, valía, había valido la pena ver esta Fiamma; por su competencia en la ejecución musical, por el trabajo de los cantantes; y, entre todos, de la prodigiosa Caballé que, lejos de la perfección, seguía capaz de atraer atención e interés, de despejar la niebla del ánimo distraído; capaz de encandilar, de acallar los susurros, de sofocar las toses; capaz de exigir la admiración de los más reacios, recordando que la ópera también (¿sobre todo?) es eso, unas voces, una voz emergiendo de un océano de fealdad.

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