Todos morimos alguna vez

Morir no es gran cosa. A todo el mundo le sucede alguna vez. Sólo es cuestión de paciencia. Carlos Arias Navarro pudo, por ejemplo, haber fácilmente muerto en aquel verano del 36, en el cual la violencia acumulada por un inmemorial odio de clases estalló por las calles de la Málaga rebelde. Eran tiempos en los que la vida humana no se cotizaba demasiado alto. No fue así. Sobrevivió a la cárcel, que, por dura que resultara, fue breve. Luego le toco a él decidir acerca de la vida y de la muerte de los otros. Y la cotización siguió bajando. No hizo uso personal de armas. Ejerció con competencia su función de fiscal de la Audiencia malagueña. 

Comunistas, anarquistas, simples republicanos, masones... Fue una carnicería espantosa que la ciudad no ha olvidado. Una generación entera de rojos fue ejemplarmente borrada de la faz de la provincia. No así de su memoria. Guardan para siempre, en su silencio, las ciudades huella de sus verdugos. Fantasmas o sombras en la lejanía de tiempos de los cuales no es posible ni hablar. Tiempo del exterminio sistemático, eficiente. Y, sin embargo, no es al ángel exterminador de la postguerra malagueña a quien guardaré, indeleble, en mi memoria. Ese no fue mi tiempo. 

Aunque su épica determinase esncialmente el propio mundo que sería el mío. La carnicería de Málaga es, al fin, para las gentes de mi edad algo que sucedió en la historia, que, como es sabido, es el tiempo exclusivo de los muertos. Escalofriante historia, que leímos en los libros y aprendimos a endosar en la cuenta infinita de la bestialidad humana. Lo otro no. Sucedió un 27 de septiembre de 1975. Los que estaban ante el paredón no habían sido aún trocados en héroes descarnados por el ala del relato histórico. La muerte en tiempo presente no deja lugar para el consuelo reparador de la leyenda. 

Los que murieron de espaldas al paredón tenían mis mismos años, vieron con mis mismos ojos un mundo idéntico al que yo veía, hablaron mi lenguaje -que es decir que sintieron exactamente del mismo modo en que yo siento, soñaron con mis mismos sueños en mis mismos panoramas urbanos. Eran los míos. Sin más. Y dejaron de existir de madrugada. Y yo sé -y sé que muchos de mi edad saben conmigo- que no olvidaré jamás aquella noche de septiembre. 

Él tramitó sus fusilamientos. No debió ser -para el viejo fiscal de Málaga- gran cosa. Un trámite menor, si se compara con la magnitud de aquello. Pero estos eran los míos. Simplemente. Serán necesariamente historia para otros. No para quienes teníamos entonces veinticinco años. Su muerte ahora nada cambia. No es gran cosa morir, a todos nos sucede. Y el pasado es atrozmente irredimible. Dice Borges que «sólo una cosa no hay, es el olvido».

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