El encanto de la opera
Una prestación orquestal sobresaliente, una esforzada dirección escénica, una peculiar actuación vocal al servicio de una obra dramáticamente disparatada son capaces de sintetizarse en la rara simbiosis que necesita la forma ópera para desplegar su raro encanto, misterioso por la dificultad de definir en qué consiste.
La historia del monje cenobita Athanaël, que en el Egipto del siglo IV se empeña en convertir a la cortesana Thaïs, lo consigue y, cuando ella muere en olor de santidad, comprende que la ama locamente, no tiene ni pies ni cabeza.
Es la música la encargada de dibujar el clima de fervor sensual, de sentimentalismo impúdico y de perversión cursi por donde transitan las criaturas fantasmales, un flujo melódico que no deja de increpar al espectador, logrando no que comprendamos al clérigo imposible y a la perversa convertida en monja, pero sí que los aceptemos, inermes al encanto de la extraña experiencia operística.
Y la partitura de Massenet, empalagosa e inspirada, monótona o eficaz, llega con firme y delicada convicción gracias a la excelencia de la orquesta y a la pericia de Patrick Fournillier, especialista en este repertorio.
La proeza de la directora de escena Nicola Raab consiste en narrar ordenadamente el relato inverosímil, combinando muy distintos ambientes, desde el cenáculo de unos sobrios sacerdotes modernos hasta las arenas de un desierto, pasando por un teatro sofisticado y decadente de la época del compositor.
La travesía hacia la castidad se hace visible gracias a una plataforma giratoria, que alguien encontró que daba demasiadas vueltas, pero que sirvió de adecuada imagen al viaje redentor. La página más célebre, el famoso «lamento», a cargo de un impecable solo de violín de Stefan Eperjesi, lo resolvió la directora colocando una luz cenital sobre la inminente conversa, y no hubo más remedio que creer en su conversión.
La soprano sueca Malyn Biström centró su voz a partir de este mismo momento, como si a su estilo le resultara más fácil representar el ascetismo que la lubricidad.
Plácido Domingo, que debutaba en el papel del monje, desconcertó un tanto al comienzo, tanto por un atuendo que adelgazaba su bien conocido empaque, como por una tesitura -que el programa anunciaba como propia de un tenor- cuando Athanaël es papel de barítono.
A estas alturas, casi puede decirse que el gran artista ha inventado su propia tesitura y, en este caso, sonó más como un tenor áspero que como un barítono enjundioso, para, como en el caso de la protagonista, acabar imponiendo, a base de entrega y de sabiduría, su nuevo rol, que quién sabe si será el último.
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