Fandiño y su porte

Juan Belmonte en las tardes duras pensaba y decía: «Dentro de dos horas será de noche». Como un bálsamo a la condena de las ilusiones. Cuando el tiempo no corre y el toro no pasa. Ayer, 19 de abril, las esperanzas se encallaron en las arenas de la Maestranza. Las de la afición y las de tres toreros que embarrancaron en los arrecifes de El Ventorillo. Toros sin alma, distraídos, sin fijeza, quedos cuando no rencos, brutos cuando no broncos. Hasta ocho pesaron sobre el albero como sacos de piedras a las espaldas de una afición cada vez más escasa y contemplativa. Duele la plaza que se desenladrillará en los próximos días.

A la piedra hostil contra el futuro de la Fiesta miraban los toros de El Ventorrillo, atentos a todo menos a muletas y capotes. No habrase visto corrida más desentendida de sus obligaciones. El vuelo de una mosca la distraía. Horrible para estar delante con sus perchas y su basto trapío. Ya se vencía la media luna de la sombra sobre la mitad del albero de sol, cuando Diego Urdiales había despachado a un torazo suelto, sin humillar y a su aire rural. El impulso justo para gallear por chicuelinas. Fandiño intervino en su turno de quites con el capote a la espalda. Y casi le barre la mole con los cuartos traseros antes de la resolución en revolera. A Diego el riojano nada le fue posible más que andar en torero o descorchar una trincherilla de sabor. Todo lo narrado, y más, se estrelló contra el basto sobrero del mismo hierro de El Ventorrillo que sustituyó al cuarto. Bronco y desapacible. Urdiales siempre se coloca en clásico para hacer el toreo aunque no le salga.

De la escuela clásica también nace Fandiño, que paró al segundo en esbozos de verónicas con atisbos de perennidad y una media verónica superior. Pero el castaño, bociblanco y armado ventorrillo no tenía fuerza ni fijeza. Una ruina. Todo lo más había dejado una impronta humillada en un par de chicuelinas de Jiménez Fortes en su quite. Absolutamente todos los terrenos probó Iván con el burraquito y escurrido quinto, suelto de carnes que se dice, tan ligerito que los 560 kilos de la tablilla se traducían por hueso y puro esqueleto. Aquí, bajo la arcada del Príncipe, allá, bajo la banda de Tristán, que cuenta que ya tocaba en la barriga de su madre, y qué buen sitio para haberse quedado. No dejó Fandiño terreno por probar en la búsqueda de las cosas que logró, pues, entre rutas, a la noble e impotente embestida le metió el mentón y le cimbreó muletazos asolerados. Puede que se pasase de minutaje, pero de sus manos salió lo mejor. Fandiño entrará en Sevilla más pronto que tarde. Con sentido de la medida, claro.

El Ventorrillo se pegó el puntillazo definitivo, cuando el último obligó el pañuelo verde. El castaño sobrero de Montealto se escupió de caballos y capotes, pero en la muleta arreó encastado, con más velocidad que ritmo. Jiménez Fortes anduvo valeroso y dispuesto en diferentes resoluciones. Que acabaron en arrimón pererista, como ante Garrochista, el toro anterior, el de su presentación como matador en la Maestranza. Lo había picado entonces sensacional Tito Sandoval. Fortes se expuso al vendaval de última hora en redondo y no cedió un ápice ni a la hora de matar. Del embroque salió con la taleguilla partida. A torero vozalón le correspondió toro ruidoso. Pudo haber más ruido. Es pronto y era tarde ya.

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